domingo, 18 de marzo de 2012

La Cruz: Un signo de Amor.


La pregunta por la redención se concreta en la pregunta por la cruz de Cristo. La cruz es resumen, clave de la redención. El significado que se le atribuya dará la pauta para entender el conjunto de la soteriología. La cruz representa el sacrificio, la sangre, el rescate, la expiación. Apuntando hacia arriba, la cruz revela a Dios, y de Dios recibe su sentido y significado.
¿Es exigida la cruz por Dios para salvar y redimir al hombre pecador? Los manuales del XIX y de la primera mitad del XX situaban a la cruz en la perspectiva ascendente: expresaba el sacrificio que Jesús, Dios-hombre, ofrecía al Padre para
redimirnos de nuestros pecados. Unidos a la Cruz de Cristo, todos los cristianos pueden ofrecer también su propia cruz como reparación por su pecado. Ratzinger  subraya, en cambio, que la cruz es ante todo don de Dios. “Según el Nuevo Testamento, la cruz es primariamente un movimiento de arriba abajo. 

No es la obra de reconciliación que la humanidad ofrece al Dios airado, sino la expresión del amor incomprensible de Dios que se anonada para salvar al hombre; es su acercamiento a nosotros, no al revés.” El cambio de perspectiva –de ascendente a descendentesignifica que la cruz es consecuencia de la redención, y no al contrario. No se ofrece la cruz para pagar una deuda, en la línea interpretativa de las expiaciones religiosas, sino al contrario: la cruz es una “revolución en contra de las concepciones de
expiación y redención de la historia de las religiones no cristianas”.

Frente a éstas, en la Biblia, “la cruz, es más bien expresión del amor radical que se da plenamente, acontecimiento que es lo que hace y que hace lo que es; expresión de una vida que es para los demás”.
Así entendida, la cruz es revelación de Dios y del hombre. Ratzinger se refiere a la teología de la cruz, de los reformadores, que no se queda en la explicación del significado de la cruz, sino que es un planteamiento teológico radical que, en el siglo XX, daría origen a la teología dialéctica. La total debilidad y humillación de la Cruz ofrecería la verdadera revelación de Dios frente al Dios de la teodicea: “Prefiere hablar de acontecimiento en vez de ontología; así continúa el testimonio inicial que no se preocupaba por el ser, sino por la obra de Dios en la cruz, y en la resurrección en la que Jesús destruyó la muerte y se reveló como Señor y esperanza de la humanidad.”
La negación de la ontología implicada en la teología crucis representa un problema para una plena integración. Es innegable, sin embargo, que la cruz ofrece una revelación de Dios que la teología no puede ignorar. Sucede en este punto algo semejante a la noción de persona. La persona se debe pensar metafísicamente pero sin renunciar a que su definición incluya la dimensión histórica. De modo parecido,
la teodicea es irrenunciable para la teología católica, pero si se la separa del Dios revelado en Cristo se convierte en discurso irreal e ineficaz. “La cruz –escribe Ratzinger- no sólo revela al hombre, sino a Dios. Dios es tal que en este abismo se ha identificado con el hombre y lo juzga para salvarlo. En el abismo de la repulsahumana se manifiesta más aún el abismo inagotable del amor divino. 

La cruz es, pues, el verdadero centro de la revelación, de una revelación que no nos manifiesta frases antes desconocidas, sino que nos revela a nosotros mismos, al ponernos ante Dios y a Dios en medio de nosotros”.
En la cruz culmina la existencia de Cristo que es esencialmente, totalmente, apertura porque allí es “completamente para”. Lo vemos, en primer lugar, en el gesto de extender los brazos que es la postura de la oración cristiana –“la muerte misma de Jesús fue un acto de oración”- y, al mismo tiempo, representa una nueva dimensión que constituye lo específico de la adoración: la entrega total a los hombres. Los brazos abiertos “son el gesto del abrazo, de la plena e indivisa hermandad”. En la cruz la existencia de Cristo se realiza como “existencia ejemplar”.
Pero es sobre todo en el costado abierto de Cristo donde esa apertura se ha hecho plena. Al traspasar el corazón de Jesús, las paredes han quedado destruidas, la existencia no tiene ya límites. Cristo es el “totalmente abierto, el que realiza el ser como recibir y dar”. Su corazón traspasado “no es autoconservación, sino donación de sí. Él salva al mundo en cuanto se abre”. Por esa razón, el costado abierto del crucificado es el punto en el que reconocemos el misterio de Dios, donde se cumple literalmente “la profecía del corazón de Dios que trastoca su justicia por compasión y, precisamente de ese modo, permanece justa”. Es también el punto de de partida del verdadero ser humano del hombre.
Al hablar del verdadero ser humano del hombre, está implicado el punto de llegada, el “ubi illuc advenero, homo ero” de Ignacio de Antioquía; o mejor, el “eskhatos Adan” de san Pablo. La total apertura de Jesús al ser atravesado su costado, evoca la figura de Adán de cuyo costado nace Eva, la nueva humanidad. “El costado abierto del nuevo Adán repite el misterio creador del «costado abierto» del varón: es el comienzo de una nueva y definitiva comunidad de hombres”.

Por su parte, el hombre está llamado a ser también totalmente “para”, apertura sin límites. “El hombre se hace hombre cuanto se supera infinitamente; por tanto, esmás hombre cuando menos cerrado está en sí mismo, cuanto menos «limitado» está. Repitámoslo: el hombre, el hombre verdadero es el que más se abre, el que no sólo toca lo infinito — ¡el infinito! —, sino el que es uno con él: Jesucristo. En él llega a su término la encarnación”.

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